Esa escritura que se deshace, pienso ahora, es algo más que el dato anecdótico: se interna en los dominios del símbolo. Repaso lo escrito hasta este punto y compruebo esa distancia, esa brecha entre la intención y la palabra. Allí donde se pretendía lo inmediato surge como un villano la mediación. La anécdota no es más que la demora solapada de la anécdota, su reducción al paréntesis y a la espera. Su lugar lo ocupa una impostura, el relato de la escritura que se deshace está deshecho a la vez en otro relato, y este otro relato esconde a su vez algo que le es heterogéneo, extraño: el diálogo que lleva al nombre. De la boca de la anécdota sale entonces la narración de un diálogo cuya voz sirve de puente al nombre: primer momento. Pero la escritura que se deshace no es lo único velado, ni el nombre el único velo. Segundo momento: la muerte es ahora lo velado, pero la espera habita lo que se narra y ya no la narración. La muerte es nomás algo que se dice, algo que se pronuncia con pudor y pasa fuera de escena, como en el teatro clásico. Otra vez dos personas hablan y nada pasa, ya todo pasó y sólo se puede hablar. Como si ante el impulso de librarse del texto para acceder a la verdad, de sacrificar la palabra a los hechos, fuera justamente la palabra, con gesto irónico, la que mostrara su verdad como la única posible. Tercer momento: la palabra trastabilla consigo misma. Hace de la detención su movimiento, avanza en base al retroceso. Conjunciones y pronombres retornan a lo ya dicho para encontrar allí el fundamento de su marcha hacia adelante. Ni el río que fluye ni la sucesión que corta el aliento, el fraseo es torpe e indeciso. Y aunque ahora por fin aparece la anécdota, aunque ahora por fin la escritura se deshace, el paso vacilante la desluce, la destiñe. Quizás ese retorno final al primer momento no es más que la claudicación de la anécdota. Quizás no sea casual que estas palabras no agreguen ni cuenten nada.
No hay comentarios:
Publicar un comentario