miércoles, 5 de febrero de 2014

El barro de la anécdota

Siempre me pasa que las anécdotas se me contaminan de datos innecesarios, de preámbulos torpes que distraen al que escucha de lo esencial o se lo postergan tanto que le resulta insuficiente. Si ésta fuera la excepción yo debería omitir los nombres de Martín, Eliana (que no es la Elucitas del MSN) y Daniela, pese a que fue por ellos que ese domingo vi a Fabián, porque era con ellos que pensaba hacer radio y era a ellos que quería hacerles oír el cd de Radio Bangkok que Fabián me había hecho escuchar antes a mí. Pero ¿cuánto más debería omitir? Sin duda no a Tomy. Él estaba en cuarto grado y yo le daba clases particulares que consistían a veces en explicarle alguna cosa y generalmente en ayudarlo con los deberes. A lo de Tomy tenía que ir el lunes a la mañana. De Alberti a Tortuguitas en bici iba en un rato. Pero eso de ir en bici nunca lo hacía para encontrarme con Fabián así que ese domingo fui en tren. Probablemente eso del tren también debería omitirlo.
Nos encontramos a las dos de la tarde, en una parrilla que está pegada a la estación. Él me había llevado una copia del cd. Yo no había almorzado pero él no lo supo hasta después de invitarme algunos vasos de vino, así que me reprochó no habérselo dicho antes. Pasamos la tarde hablando, vaya uno a saber de qué. Cuando oscureció fuimos a un bar que estaba cerca. Creo que fue esa vez cuando le pidió a uno de los flacos que atendían que pusiera diferentes videos musicales en Youtube. Tomamos algunas cervezas entre los dos. Sé que esa noche llovió por algo que voy a contar enseguida. Sé también que se me había hecho tarde para volver a mi casa en tren y que fuimos a su casa y me pidió un remís. Me debo haber acostado a las dos de la mañana. Al otro día, lunes, supongo que a las diez, tenía que estar en lo de Tomás para darle clases.

Lo que me hace saber que llovió es que la calle por la que me acercaba a la casa de Tomy era de tierra y en el barro las ruedas de los autos habían trazado una huella profunda. Parte de mi proeza matinal consistía en llevar la rueda de adelante por la huella a los lados de la cual el barro se alzaba varios centímetros. Más bien, era una proeza que en mi estado, que se podría describir como una resaca sin dolores de cabeza, como un aturdimiento feliz que me impedía, digamos, un acceso pleno a la realidad inmediata, era una proeza que en ese estado y andando en bici por esa calle barrosa yo siguiera limpio. Ahora que lo pienso esas cuadras de barro continuaban a otras asfaltadas. De repente el terreno se modificaba a fuerza de pedalear, el asfalto quedaba atrás y aparecía la huella. Yo me movía en ese terreno con cierto orgullo, el equilibrio de la bicicleta era como un beneplácito para la resaca y sobre todo para la víspera transcurrida entre vasos de vino y cervezas.
A media cuadra de donde lograría cumplir al fin el desafío impuesto por la lluvia la fatalidad me dio alcance. La rueda de adelante mordió el borde de la huella, perdí el control de la bicicleta, fui a dar con mi cuerpo sobre el barro. Era injusto, me faltaba hacer media cuadra más y doblar a la izquierda, librarme victorioso de la huella, del barro, del desafío, de la puesta a prueba de la resaca... Me llené de barro la mano que apoyé al caer, parte de la pierna, el short, el borde de la remera. Llegué a la casa y llamé, Tomy salió a abrirme. "Me caí", le dije y se sonrió. Pasé al baño a quitarme el barro como pude. La segunda parte del desafío me esperaba afuera del baño.
Tenía que ayudar a Tomy con sus tareas de matemática. Esta parte del desafío constaba de dos aspectos. El aspecto A, inevitable, consistía en explicarle a Tomy las cuentas y ayudarlo a resolverlas, y eso demandaba, pese a que ya en ese entonces yo llevaba algunos años dando clases de apoyo de matemática sobre temas bastante más avanzados, un esfuerzo significativo de mi parte: el de bucear a través de la tiniebla luminosa de mi resaca feliz en busca de los razonamientos, procedimientos y explicaciones que los ejercicios demandaban para comunicárselos a Tomy (o Tomasito, como me gustaba decirle al hablar con Fabián). El aspecto B del desafío consistía en disimular el esfuerzo del aspecto A, en sobreponerme y actuar con naturalidad, como cualquier otro día. Este segundo desafío lo superé exitosamente en sus dos aspectos, o al menos esa es la imagen que me quedó, no hay que confiar demasiado en las percepciones de una conciencia alterada.
Creo que lo que conté es el centro de la anécdota. Lo demás, es decir, que el premio de ese esfuerzo llegó esa tarde cuando la clase siempre soporífera e insoportable de Zubieta se me hizo increíblemente corta porque la resaca feliz me duraba todavía, que nunca hicimos ese programa de radio y es el día de hoy que otros proyectos similares quedaron también en nada, que ya ni recuerdo cómo se terminaron las clases que le daba a Tomy... lo demás son esas cosas que no hacen a la anécdota y debería, si ésta fuera una excepción, omitirlas, quitarlas como al barro de la anécdota.


miércoles, 12 de junio de 2013

La navaja de Occam

Alguna vez sentí que existe una afinidad profunda entre el policial clásico y el principio conocido como "la navaja de Occam", según el cual "en igualdad de condiciones, la explicación más sencilla suele ser la correcta". Creo que esa afinidad se sostiene en obras como El misterio del cuarto amarillo de Gaston Leroux, donde si, por ejemplo, una persona no pudo escapar de una persecución, entonces no escapó. No tiene nada que decir, en cambio, de cuentos como algunos de Conan Doyle, en los que la intriga familiar opera de fondo y es accesible al detective antes que a nosotros. En mi pensamiento estas consideraciones son vecinas de algo que Fabián me contó una vez. Cristian, también conocido por nosotros bajo el epíteto "el pibe de Biblos", era un habitué del bar "El cómplice", que ya no sé si se sigue llamando así y está justamente al lado de la librería Biblos. Fabián era, obviamente, otro habitué. Cierta vez Fabián le preguntó: "¿cómo hacés para laburar y estar todo el día chupando?". Si postergo la respuesta que Cristian le dio es sólo para ilustrarla con una anécdota que me gusta mucho.


Una tarde estábamos en el bar, tomando probablemente esos vasos de vino que fundamentaban la persistencia de Fabián como cliente. Cristian tomaba una cerveza en la barra. El bar, que definiría como un copetín al paso para diferenciarlo de bares de otro tipo, es un espacio abierto hacia la calle con mesas en la vereda en el que uno puede tanto interactuar con los clientes como ver lo que pasa afuera. Así es que Cristian, vaso de cerveza en la mano, me pregunta en un momento, señalando probablamente con el mentón a una chica parada en la vereda en aparente situación de esperar algo: "¿tiene medias o es así de blanca?". La miro unos segundos y contesto: "es así de blanca, mirale las manos". Pasa un momento y una mujer entra a la librería, la ve vacía, sale a la vereda y llama a Cristian para que la atienda. La mujer entra a la librería nuevamente. Cristian se queja: "no te dejan tomar un aperitivo". Entra a su vez a la librería y, detrás de él, la chica de piernas blancas. La espera se esclarece: ella también había encontrado vacía la librería pero su solución había sido esperar. En el colmo de esa espera el esperado tomaba cerveza y se preguntaba por el color de piel de la chica.
Un tiempo antes de esto que estoy contando fue que Fabián le preguntó a Cristian cómo hacía para trabajar y a la vez consumir bebidas en el bar. Quizás mi mención de "la navaja de Occam" haya permitido al lector anticiparse a la respuesta. Esa vez Cristian, ofreciendo la explicación más sencilla, le contestó: "no laburo".

martes, 28 de mayo de 2013

El día que nevó

El día que nevó en Buenos Aires yo estaba con él. Me había llamado para que nos encontráramos en Tortuguitas y fuéramos juntos a San Miguel, donde él tenía que cambiar la fecha de la reserva de una sala de ensayos. La nieve, que no se repitió, ayuda a precisar nuestras edades de entonces: yo tenía veintitrés y él treinta y cinco. La memoria parece estar tan hecha de certezas como de huecos y supuestos. Sé que nos encontramos en Tortuguitas pero no hay en mí de eso ninguna imagen, lo más probable es que yo haya ido en tren y él haya estado en el andén esperándome. Después fuimos al bar que le gustaba, y salimos y volvimos a entrar un par de veces porque nos faltaban monedas para tomar el colectivo y no las conseguimos con un solo vuelto. Es probable que la tarde se nos haya ido en parte en eso. En Tortuguitas, cuando tomamos el colectivo a San Miguel, caía agua nieve.

No tuvo problemas para cambiar de día la reserva de la sala de ensayos. No recuerdo mucho más de ese día. Sí que, ya en San Miguel, a mí me alegraba la nieve y él la detestaba, sí que en esa época yo usaba saco y también zapatos que en la casa de Adriana y el Flaco me saqué para calentarme los pies en la estufa mientras Fabián no aprobaba que lo hiciera. Sí que el Flaco preguntó qué andábamos haciendo por ahí y dijimos que veníamos de chupar algo y cuando el Flaco preguntó "¿qué chuparon?" Fabián le dijo "el culo de Adriana" y el Flaco a su vez le preguntó "¿vos solo te la cogiste?" por alguna historia previa que era el chiste de Fabián pero había pasado seguramente hacía años. Recuerdo también la hospitalidad de la pareja, la belleza de Adriana, que el Flaco y yo charlamos sobre si esa nieve era motivo de alegría o de alarma, ellos tenían la edad de Fabián, yo era el más chico de los cuatro. Pero lo que recuerdo sobre todo, fue la vuelta en la noche, al bajar del colectivo, la nieve brillando sobre el pasto en medio de la oscuridad a los lados, el camino conocido renovado por el blanco de la nieve.

miércoles, 22 de mayo de 2013

Esa escritura que se deshace

Esa escritura que se deshace, pienso ahora, es algo más que el dato anecdótico: se interna en los dominios del símbolo. Repaso lo escrito hasta este punto y compruebo esa distancia, esa brecha entre la intención y la palabra. Allí donde se pretendía lo inmediato surge como un villano la mediación. La anécdota no es más que la demora solapada de la anécdota, su reducción al paréntesis y a la espera. Su lugar lo ocupa una impostura, el relato de la escritura que se deshace está deshecho a la vez en otro relato, y este otro relato esconde a su vez algo que le es heterogéneo, extraño: el diálogo que lleva al nombre. De la boca de la anécdota sale entonces la narración de un diálogo cuya voz sirve de puente al nombre: primer momento. Pero la escritura que se deshace no es lo único velado, ni el nombre el único velo. Segundo momento: la muerte es ahora lo velado, pero la espera habita lo que se narra y ya no la narración. La muerte es nomás algo que se dice, algo que se pronuncia con pudor y pasa fuera de escena, como en el teatro clásico. Otra vez dos personas hablan y  nada pasa, ya todo pasó y sólo se puede hablar. Como si ante el impulso de librarse del texto para acceder a la verdad, de sacrificar la palabra a los hechos, fuera justamente la palabra, con gesto irónico, la que mostrara su verdad como la única posible. Tercer momento: la palabra trastabilla consigo misma. Hace de la detención su movimiento, avanza en base al retroceso. Conjunciones y pronombres retornan a lo ya dicho para encontrar allí el fundamento de su marcha hacia adelante. Ni el río que fluye ni la sucesión que corta el aliento, el fraseo es torpe e indeciso. Y aunque ahora por fin aparece la anécdota, aunque ahora por fin la escritura se deshace, el paso vacilante la desluce, la destiñe. Quizás ese retorno final al primer momento no es más que la claudicación de la anécdota. Quizás no sea casual que estas palabras no agreguen ni cuenten nada.


martes, 21 de mayo de 2013

La anécdota del parcial, bien contada

La anécdota del parcial, bien contada, y no ya como un mero paréntesis en el relato de un chat, quizás arroje algo de luz sobre nuestro "héroe". Para empezar, hay que tener en cuenta el día: miércoles. Los miércoles cursábamos juntos el práctico de Didáctica General desde las nueve de la mañana hasta la una del mediodía. Eso quiere decir que nos encontrábamos en Tortuguitas en el tren de las siete. Esto último, a su vez, quiere decir otra cosa, más importante: que alrededor de una hora antes él estaba ya en el bar de la estación, tomándose una ginebra o dos. Yo me había anotado también en Semántica y Pragmática, materia cuyo tedioso teórico transcurría entre las cinco de la tarde y las nueve de la noche. Fabián cursó conmigo ese teórico al principio, y también el práctico que iba de una a tres. Creo que fue al mes de cursada cuando abandonó la materia, que a esa altura se le había vuelto incomprensible e insoportable. Esto daba como resultado que entre la una del mediodía, cuando salíamos de Didáctica, y las nueve de la noche, hora en que tenía su práctico de Literatura del Siglo XX, él estaba ahí sin nada que hacer. Eso pasó el día del recuperatorio de Siglo XX, con el agravante de que, al margen de que no es difícil imaginar cómo llena su tiempo libre un alcohólico, esa vez él buscaba en el alcohol inspiración para el parcial.
Seguramente falté al teórico de la tarde esa vez: recuerdo la mesa en la vereda del bar y el día de sol. Eliana nos saludó cuando estábamos ahí, y por eso recordó al día siguiente en nuestro chat lo borracho que él estaba antes de rendir. Lo acompañé hasta el aula del parcial. En su práctico eran cinco alumnos nomás, pero como era un recuperatorio el aula era otra y estaba casi llena. "Esperame que en media hora salgo" me dijo antes de entrar. Tardó más de media hora, lo que era esperable, pero, y esto sí no me lo esperaba, salió furioso. Salió del aula diciendo algo sobre uno de los que rendían, un alumno ciego cuya discusión con otra estudiante, aparentemente, lo había hecho enfurecer. Después su furia se me hizo más clara: dijo que no había podido escribir nada. No por no saber responder a las consignas del parcial. Al contrario, había estudiado más que bien y era capaz, según él, de resolver sobradamente el examen. Pero el alcohol le había impedido gobernar su mano y en su escritura la letra se deformaba en garabatos al primer o segundo renglón. No sé si ya antes o durante el viaje de vuelta, o quizás al otro día, me hizo ver su cuaderno, ahí fue que entre carcajadas le dije que lo tenía que enmarcar. A Eliana la encontré en el chat al otro día y hablamos brevemente de estas cosas. De ese chat surgió una frase que me pareció buena para nombrar algún día un blog que contuviera esas anécdotas que siempre cuento de Fabián.

viernes, 3 de mayo de 2013

Un día de semana a las seis de la tarde

Un día de semana a las seis de la tarde Yanel vino a buscarme a la salida del trabajo. Fue cuando trabajaba en un call center de mala muerte en el que estuve un mes. Ella me había mandado un mensaje de texto o me había llamado unas horas antes para avisarme que iba a pasarme a buscar para que habláramos. Detrás de esa necesidad de hablar entreví alguna confesión difícil o alguna pregunta desestabilizadora, una de esas cosas que no pueden decirse más que en persona. Cuando salí de trabajar Yanel me llevó hasta una plaza que estaba a media cuadra. Nos sentamos en un banco. Ahí me lo dijo. "Falleció Fabián".
No recuerdo si le pedí ni si me dio en el momento detalles al respecto. Sí recuerdo que nos estábamos enterando de la noticia dos días después del hecho, que antes que nosotros lo supo gente que nunca llegó a tener con él la cercanía que yo tuve, que ni siquiera sabían que él y yo habíamos sido amigos. Hacía más o menos dos años que nuestra amistad se había terminado y yo no supe ni quise saber mucho de su vida después de eso. Sé que para algunos que lo conocieron la noticia era un resultado esperable, que la muerte no es sorprendente cuando el muerto ha vivido su vida al límite. Pero yo lo había conocido lo suficiente como para confiar en su capacidad para sobrevivir, para zafar de todo. Lo primero que le dije a Yanel cuando me lo contó fue lo primero que pensé y sentí. "Pobre pibe."

jueves, 2 de mayo de 2013

Gabá Bubú y su amigo el borracho

 
Estábamos en un ciber, yo conectado y él al lado mío. Vi que una amiga había cambiado su nick en el Messenger y ahora aparecía como "Elucitas". Le pregunté por qué. "Un amigo me puso así". "Pero ¿por qué?". "No sé, es un nombre. Uno no elige su nombre", me dijo. Yo, que no asocié con el nick el nombre de mi amiga (Eliana), ni trazé mentalmente el recorrido que iba de uno a otro (probablemente Eliana-Elu-Elucitas), respondí "no, claro, si no nos llamaríamos todos Gagá Bubú". Después me dijo "tu amigo la hizo re bien. A ese parcial había que ir puesto". En efecto, la tarde anterior ella nos había visto en la vereda del bar que está a media cuadra de la facultad. Mi amigo había estado tomando desde temprano y el parcial era a la noche. "No te creas", le contesté. "Estaba tan en pedo que no pudo escribir nada". (Esta es la parte más graciosa de la anécdota. Tenía tanto alcohol encima que a la hora de redactar las respuestas del parcial no logró, pese a que había estudiado mucho y las ideas fluían en su cabeza, escribir decentemente ni una palabra. Cuando me mostró las hojas del cuaderno, donde su letra se deshacía en garabatos que ocupaban un renglón o dos, solté una carcajada. "Lo tenés que enmarcar", le dije.) Mi amigo, que leía el chat desde su silla al lado de la mía, vio que hablaba de él y dijo que no cuente sus aventuras. (También es cierto que otras veces insistió en que yo escribiría sobre él.) La cosa es que a Elucitas se le complicaba al parecer seguir chateando porque al final dijo "mirá, yo estoy trabajando. No tengo tiempo de hablar con Gagá Bubú y su amigo el borracho".